¿Aprobado es la mitad de Sobresaliente?
Ana Cobos Cedillo
Orientadora. Doctora en Ciencias de la
Educación por
la Universidad de Málaga
Cuando al salir del colegio un niño
le dice a su madre que ha “sacado” un cinco, la mamá se siente reconfortada porque
sabe que esta calificación en la escuela española significa que su hijo ha
superado los contenidos de los que ha sido evaluado. Del mismo modo, el
alumnado universitario celebra sus aprobados, es decir, toda calificación a
partir de cinco, obviando que la otra mitad del contenido a examen se
desconocía o no se dominaba.
En la tradición española, nos
congratulamos con la mitad aprobada y ni nos acordamos de que hemos dejado de
aprobar la otra mitad, probablemente porque, nuestro temperamento latino presenta
esta natural tendencia al optimismo, lo que ayuda, sin duda, al principal
objetivo en la vida que es la felicidad, pero en este caso no nos sirve porque
se trata de una felicidad proveniente de la ignorancia o de la inconsciencia,
que se conforma con la mitad, que no tiene ninguna ambición por la excelencia.
En España, a lo largo de generaciones, la población se ha
socializado con la idea de que aprobar equivale a obtener resultados positivos
solo en la mitad, es decir, que basta con demostrar saber la mitad para tener
éxito en el sistema educativo y que no importa mucho desconocer otro tanto.
Esta idea lleva asociada claramente que la mediocridad es un valor, porque es
suficiente con alcanzar la mitad de los saberes para obtener una titulación. De
igual manera llega a conseguir empleo un amplio porcentaje de población con
importantes lagunas en su formación inicial.
Hasta la denominación que reciben en España las
calificaciones lleva implícita esta idea de mediocridad. “Deficiente”, cuando el estudiante no llega
al mínimo. “Suficiente” si es que el estudiante consigue lo mínimo, la mitad de
lo que podría haber conseguido. “Bien”, “Notable” y “Sobresaliente” expresan la
gradación con respecto a la consecución de los mínimos. Luego, ¿Solo cuándo un
estudiante consigue todos los objetivos de una materia es sobresaliente?, ¿Y
cuándo demuestra saber los contenidos? ¿Acaso no se trata de que todos ellos y
ellas consigan siempre todos los objetivos? Son preguntas que nos haría un viajero
del tiempo o del espacio a quien mostráramos nuestro sistema educativo.
Desde hace décadas, se está confundiendo la evaluación
con la calificación, cuando son conceptos casi antagónicos por tres motivos
básicos. Primero porque “evaluar” forma parte del proceso educativo ya que ayuda
al estudiante a mejorar determinados aspectos de su aprendizaje. Por el
contrario, la calificación no colabora en el desarrollo del aprendizaje pues no
muestra el camino a seguir para encontrar las mejoras, el estudiante tan solo
obtiene un dato que le informa del porcentaje de aciertos con respecto al total
de contenidos a examen. Tan brillante como siempre lo dijo en Málaga el
profesor Ángel Pérez Gómez de la Facultad de Ciencias de la Educación de la
Universidad de Málaga: “Reducir evaluar a
calificar es una perversión. La calificación es la basura de la evaluación”
(I Jornadas Nacionales de Evaluación Educativa, mayo de 2013). La calificación
no solo pervierte la evaluación, sino que priva a cada comunidad escolar de las
posibilidades educativas que tendría, si realmente se incorporara ésta al
proceso educativo.
El segundo motivo que argumenta que evaluación y
calificación son conceptos antagónicos es que, cuando el sistema educativo se centra
en la calificación pone el énfasis en el número de aprendizajes obtenidos u
objetivos conseguidos, es decir, prioriza la cantidad a la calidad. De este
modo, es frecuente ver a aprobados fundamentados en el número de respuestas
acertadas, siendo éstas de diferente valor en cuanto a la importancia de los
aprendizajes y es más, sin que el estudiante termine el proceso sin distinguir
lo imprescindible de lo accesorio.
El defecto que no debe atribuirse a la mujer del César es
el tercer motivo por el que argumentamos que los conceptos analizados son
antagónicos. “La mujer del César no solo
debe ser buena sino parecerlo”, sin embargo, en nuestro sistema educativo
se valora más que el estudiante pueda demostrar que conoce la mitad de los
contenidos que se le piden en una prueba, que realmente sepa y domine las competencias
fundamentales a cuyo desarrollo debe contribuir el aprendizaje de esa materia.
No terminamos de comprender que, en el sistema educativo todos los procesos
deben contribuir a la consecución de los objetivos y que éstos han de
fundamentarse en el desarrollo de las competencias, primero básicas y luego
profesionales. Desde esta perspectiva, si el aprendizaje de contenidos no tiene
una aplicación práctica y además tampoco proporciona la posibilidad de hacerlos
funcionales y transferibles, no servirán más que para, primero: aprobar el
examen, segundo: ser olvidados y tercero: ejercitar la competencia básica
“Memoria” (recordemos los exámenes aprobados gracias a ayudas químicas,
electrónicas o cárnicas).
Quizás ahora, gracias a las indicaciones de la OCDE que
instan a que nuestra administración educativa se ponga en marcha para que la
población estudiantil desarrolle competencias básicas, podamos desenredar el
nudo que entrelazaba la cantidad con la calidad, confundía evaluación con
calificación y asemejaba aprendizaje de contenidos con desarrollo de
competencias. Porque este nudo enredado sigue sin dejarnos ver el único motivo
para la existencia del sistema educativo: conseguir que las personas sepan
alcanzar y mantener el bienestar, tanto propio como del mundo del que forman
parte. Tampoco en esto nos sirve conformarnos con la mitad.
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